El tiempo de las construcciones arquitectónicas no es el tiempo de las vidas humanas. Un complejo de departamentos, pienso en las identificables construcciones de los 70, ideado seguramente para servirle de alojo a familias promedio, familias nómadas que ahorran para poder comprarse un auto y
tienen un perro al que sacan a pasear todos los días, ciertamente le sobrevivirá a los integrantes del núcleo familiar.
El Palacio de Medinacelli, allá en Aranjuez, Madrid, construido en el s. XVIII expresamente para sus eminencias los duques y su posible descendencia, sobrevivió no solo a los duques, si no que pasó a manos de un casero cualquiera que a principios del s. XXI le cobrara a mis viejos el alquiler por un departamento
mediocre, ubicado en la parte que le había correspondido en su momento a las sirvientas.
Las construcciones que componen el abanico urbano son sólidas. A pesar de los materiales cada vez más desconfiables, las paredes que se caen, las tuberías que se rompen, el trabajo casi permanente de los albañiles, las estructuras no son descartables. Dudo realmente que el diseño urbano se vea modificado en
grandes rasgos en lo que dura una vida humana.
Si yo volviera a Aranjuez, reconocería no solo el caserón declarado monumento, si no todas las disposiciones urbanas que le dan vida. Cambian los dueños, el tránsito de las vidas humanas que ocupan los espacios en el ahínco de la vida. “La casa” se vuelve un elemento más de confirmación de la existencia en el plano material.
Así es como los edificios, hablo de edificios de forma generalizada, son material de acumulación. Potencia acumulativa, diría incluso, no voy a ser la última que mire desde esta ventana y vea enfrente los muros desteñidos que dividen este complejo y el de al lado y se pregunte por la existencia de los llamados
vecinos. Qué esconde ese muro, pareciera intencionalmente despintado, como si la pintura se hubiera abierto dejando a su paso mensajes que desvelan el verdadero secreto de esas paredes y cáscaras de desecho pigmentado en el suelo que después hay que barrer junto a las flores secas de jazmín que,
cansadas de estar sujetas coronando el muro, caen.
Vivo en esta casa ubicada en el centro de la Ciudad de Córdoba desde hace 5 años, antes por supuesto he pasado por múltiples construcciones. Podría tirar un número sin detenerme a pensar mucho, 6. La mudanza ha sido actividad elemental en mi vida. Demasiado significativa a veces, deliciosamente
indiferente otras. Como ya expresé, incluso he atravesado el mar.
Obviamente no soy la primera habitante, esta casa responde a mediados del siglo pasado. Si tiro un número sin detenerme a pensar mucho, diría que podría ser la habitante número 3.
Nada más recorrer por primera vez la totalidad doméstica, lo que más llamó mi atención fueron unas inscripciones desconocidas en la parte del techo, algo así como letras en otro idioma. Me gustaría pensar que son códigos oscurantistas, pero sospecho que sea algo tan interesante como eso, más bien pintadas torpes de algún obrero. Por lo demás, la casa me gusta, es práctica al menos. Su espacialidad me permite expandirme lo suficiente sin sentir por ello la soledad de lo inmenso. Durante 5 años desarrollamos una relación estable, de hábitos férreos, bastante predecibles. La limpio, algunas superficies varias veces al día, la decoro, varias veces al año, modifico cada tanto la ubicación de los muebles para sentirla novedosa, la hago partícipe de mis relaciones íntimas con la gente que me es cercana. Elaboro todo un evento de presentación, disfruto al invitar cada tanto a amigos, incipientes o arraigados y observar cuál es su interacción con este masacote de cemento, vigas y muros, que ya no es más que una prolongación de mí o un caparazón justo para mis necesidades. Cada rincón es un abismo, cada rincón es irrepetible, en cada rincón se puede tener sexo, por ejemplo. Descentralizar la casa, podría decir sin detenerme a pensar mucho. Por las noches, cuando se hace necesaria la intervención de la luz artificial no dudo en deleitarme ante la imagen intimísima de mi sombra proyectada en las paredes como parte de lo mismo y sonreír fantaseando con una hermosa ceremonia, la comunión final entre mi casa y yo.
Sin pensarlo mucho, diría que la humedad en el techo de la que yo escogí como mi pieza data de hace 2 meses. Recuerdo perfectamente su nacimiento. Como toda humedad, nació del agua y su derrame imprevisto. Sin señales previas floreció adornando el espacio libre sobre el armario una feliz mañana a eso de las 8. De personalidad llamativa, a raíz de una gotera por donde caían las gotas que al chocar contra la madera del armario generaban un sonido espantoso y triste. Me desperté por ese sonido con la sensación de que alguien pedía auxilio. Esa mañana mi existencia consistió en algo parecido a ser partera. Cortar la hemorragia de las tuberías y con toallas similares a vendas cubrir la zona dolorida que perdía y perdía. El suelo entero se había cubierto de una fina pero extensa lámina de líquido catártico, donde se espejaban las debilidades del yeso y los materiales de construcción. Y al fin, haciendo oídos a mis múltiples esfuerzos, el agua dejó de correr y la humedad se apoderó de toda mi atención. Era inmensa,
monstruosa en sus pretensiones y hermosa en sus formas.
Durante los primeros días me encontraba como hipnotizada frente a ella. Nadie nunca me enseñó que un accidente pudiera ser tan esperado. La estudiaba con detenimiento, ninguna mañana parecía igual a la anterior. Las costras de la pintura se desprendían y tardaban en caer o caían sin más, averiguando el color original de los materiales de construcción, distintas tonalidades de ocre y gris. La humedad se asentaba por momentos, como una recién llegada. Siempre fui buena anfitriona y me desvivía porque ella se sintiera plácida y pudiera adaptarse a estas nuevas condiciones de vida. Quería saber incluso qué música le gustaría escuchar, yo me considero versátil, tengo criterio para todo. Quería saber qué vistas percibiría
ella desde allá arriba. Qué opinaba ella del mundo entre paredes donde apareció aquella feliz mañana. Por las dudas cada tanto la humedecía, le disparaba gotitas de agua con una pistola de plástico de cotillón. Reparé además en lo innecesariamente translúcidas que eran mis cortinas, no impedían el avance
autoritario de los rayos solares y compré unas nuevas más opacas y oscuras para mantenerla en un hábitat más amable y protegido. Era lo primero que veía al despertarme y lo último que veía al dormir y cada vez me era más insuficiente el tiempo que compartíamos juntas. Dejé por lo tanto de salir de casa, a no ser
que fuera por requisitos fundamentales que involucraran mi alimentación o la alimentación de Cáspitas, mi noble tortuga. Si me detuviera a tirar un número al azar diría que Cáspitas es milenaria. La subo sobre el armario, como un palco al paraíso, para que se amigue con la humedad, se acerquen, se reconozcan.
Desde hace unos días la humedad se ha expandido. Mantengo la casa entera a oscuras y en silencio, no quiero que se asuste. Reina el único sonido notable hasta en la costumbre, la gota constante de la canilla de la cocina. Ingenié un depósito de desechos de la humedad, una caja de cartón que me esforcé por forrar
con papeles humedecidos de diarios aleatorios, pero que en conjunto le dan una estética uniforme. Adentro colecciono los restos de pared, como una colección de dientes caídos. Me divierte sentarme con la caja en el regazo y dedicarme a inspeccionar ese registro histórico, como si de fotos se tratara. Un catálogo del desecho necesario para crecer.
Aprendí a hablar su idioma, tenemos un sistema de comunicación bastante simple: yo le hago una pregunta y ella me permite enhebrar la respuesta mostrándomela entre sus formas. A veces es bastante indirecta en sus contestaciones, pero ¿quién no lo es? A veces incluso me hace reír con sus ocurrencias. Otras, sus manchas generan caras deformadas que me persiguen en las pesadillas.
El otro día sentí el impulso del afecto, y me subí al armario para que nos sacáramos una selfie. Quería ver cómo mi cara se veía a su lado. A la mañana, mientras la contemplaba al despertar, me había parecido identificar un rostro similar al mío escondido en ese universo de formas abstractas. Creo que somos bastante parecidas.
El tiempo de las construcciones arquitectónicas es distinto al de las vidas humanas. Digo, una muere, pero la casa sigue ocupando un espacio físico en el mundo, a no ser que haya un terremoto o una compra masiva del terreno para hacer un súper shopping. Después, aquel lugar donde una destinó tanto tiempo, de
intimidad incluso, pasa a manos desconocidas que siguen generando historia saber cuál. Es como si una vez muerta, mi ataúd de pronto me fuera arrebatado para que otra persona lo ocupara a sus anchas, ¿entienden? ¿Dónde están mis derechos?
Hay una brecha ahí, entre dos dimensiones temporales. Irritante, mal pensado, no es práctico.
Vinieron a visitarme ayer unos amigos, si me detengo a pensar creería que fue ayer. Se presentaron de imprevisto, exigiendo jocosamente que los atendiera en la casa. Se mostraban exageradamente felices de verme. No conseguí deshacerme de ellos, realmente el factor sorpresa me jugó en contra. Los hice pasar, siendo muy cuidadosa de que se mantuvieran alejados de la cueva húmeda que era ahora mi pieza. Sabía de antemano que no les iba a gustar y que iba a haber planteos raros de índole rara, molestias innecesarias que es preferible evitar. Y aun así hubo planteos, qué injusticia. Planteos camuflados en chistes, los peores. Que estaba incomunicada, que la casa me había tragado, que por qué estaba todo tan oscuro, risas, siempre fuiste medio vampira, jaja, mi réplica: jaja, que qué vacía que tengo la heladera, cada vez menos risas, qué olor a podrido, cara de seriedad. “Realmente, qué olor a podrido”. Yo no sabía de qué hablaban, de hecho no quería más que ausentarme a atender a la humedad que me esperaba en mi cuarto. Seguro que estaba desconcertada, estas visitas inoportunas son mucho más que desconcertantes. Encima tener que ocultarla así, cerrar una puerta para negar su existencia porque sería incomprendida, muy cruel. No sé qué me une a estos sujetos que no comprenden y que me obligan a comportarme de forma tan cruel.
Hablan de mi tortuga, no sé qué dicen con cara de espanto. ¿Los conozco realmente? ¿Quiénes son?
Desde hace unos días vengo durmiendo sobre el armario, al lado de la humedad. Agradezco tanto haber heredado, no sé muy bien de quién, este armario poderoso de roble que permite mi cuerpo encima sin inmutarse si quiera. Me arropo y duermo y le hablo y le cuento mis secretos y la admiro tanto, desearía poder meterme dentro de ella, como a la inversa de un nacimiento. Pienso en concreto en esta expresión: succionada por la humedad. Como por un agujero negro o una concha rebosante de gula. Una hermosa ceremonia, la comunión final entre mi casa y yo.
Hace un rato decidí levantarme para llenar la pistolita de agua y darle el baño correspondiente a la humedad. Había un olor extraño, como de cadáver, moscas celosas intentando ocupar todas las superficies posibles, y se me vino a la mente una conversación, no sé si es algún juego del cerebro, pero una conversación sobre un supuesto olor a podrido y una heladera vacía y gente rara y molesta. ¿Eran personas o humedades? Ya en la cocina me asombré felizmente al descubrir sobre la pared, agarradas, humedades nuevas y jugosas. Solté un grito de exclamación. Humedades viscosas de un color diferente, más rojizo, cuyas formas abstractas dibujaban sin confusión rostros que de algún modo me eran familiares.
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